A las Raíces.

     Al final recordé que lo que yo hago es escribir. Pasaron vientos y mareas de papel, llantos entre pinceles y malos tragos rodeado de carpetas. Al final, insisto, lo que yo tengo que hacer es escribir.
Es la eterna búsqueda del tema, del enfoque, de la mirada, de la aprobación. Es el ojo plural que se posa en las palabras desnudas que escupimos y les da el valor que les corresponde.

     Se puede pensar que se es bueno para otras cosas: para la matemática, para el márketing, para la oratoria y la enseñanza o para todo. Pero se entiende, si se es escritor con las mismas venas, que en todo momento, una pequeña parte de nuestra voluntad, muy chiquitita, va armando la historia y va pensando figuras literarias para que el texto quede prolijo.


     Uno va escribiendo bocetos en la cabeza en pleno acto. Porque lo que yo hago es vivir, y vivo para escribir esa vida. Miren si será estúpido el escritor vocacional, que hará cosas que nunca haría simplemente para poder narrarlas después, o simplemente estar en calidad de decir "si quiero lo escribo". Es capaz, este escritor sanguíneo, de vivir de verdad como nadie más se atrevería, por el estúpido y milagroso hecho del estar habilitado (por su propia moral) de poder contarlo.

      Ya el instinto escéptico ( el mismo que tanto nos dificulta reconocer los buenos trabajos de gente a la que uno considera un "par), nos indica que aquí hay algo mal. Que no se vive bien si se hace porque queremos contarlo. Que tendría que ser por la propia intención de lograrlo. Pero el escritor lo que hace es escribir sobre aquello que vivió, muchas veces sólo para escribir sobre ello. Démosle el crédito que se merece, porque la vida merece ser vivida, pero vivirla por el mero hecho de vivirla es algo por demás complicado. De ahí el famoso dilema existencial del sentido de la vida. No va al caso, retomemos.

     A veces sucede a la inversa. Quizás, el deseo de escribir surja como la curiosidad de haber escrito algo impulsado por otra experiencia. Por ejemplo: puede ser que por haber comido una manzana, reconozca la templanza y textura de la sólida y a la vez frágil roca de algún paraje desolado. Quizás lo dulce me retraiga a grandes kilómetros de tulipanes irregulares, alfombra del cielo de toalla lejano. Es entonces cuando me pregunto: ¿Se parecerá realmente la manzana a una roca de un paraje desolado? ¿Existirán concentraciones de tulipanes mayores que los ramillos oportunos de una compacta señora hincha de Argentino Jrs.? ¿Se puede secar uno en el cielo? Es ahí donde nos movemos. Donde se mueven los escritores de fuego.

     También pasa que nos alejamos del texto. Que no escribimos y nos olvidamos que ése es nuestro GNC de vida. Caro al principio y siempre ocupando un lugar que debería saciarse de otra manera, pero a lo largo de los años nos ahorra muchas desgracias y engrandece otros momentos. Pasados los años, sin darnos cuenta, nos desgasta más que el resto y nos empuja a rellenar nuestras horas de ocio con el diesel barato de la senilidad.

   Nos vuelve una especie de cínicos inconscientes. Amamos y hablamos para escribir. Odiamos para redactar. Decimos que no hacemos las cosas para escribirlas, para engrandecer ese futuro pasaje de nuestro escrito. Creemos en otras personas por el simple hecho de necesitar un narrador inmerso. Nos volvemos una segunda persona, apenas si alejada, que va registrando todo en un bloc de notas rasposo. No somos pesimistas, somos Croniscistas.

   Algunas gentes los mirarán con desdén. Los que no son vulnerables a estos ahora cuatro (seis en el caso de miopía) ojos, nos mirarán con preocupación y en el mejor de los casos con pena. Existen casos de fascinación, pero suelen ser por que los otros también son Croniscistas que pueden, o no, haber admitido su pequeño escribano interno. Pero más allá de cómo miren a ese ser demasiado curioso para ser un niño y demasiado distraido para ser un senador, siempre tendrán el temor de la palabra.

   Porque la palabra es una bandera atroz, tramposa y ridícula que es tan necesaria como obtusa. Y con ella, los Croniscistas medimos nuestra vida.

    Nadie puede seguir su vida como si nada si un Croniscista lo mira directo a los ojos. Ni siquiera Diego Torres.